miércoles, 9 de enero de 2013

Atrapados

    No somos "vos", no somos "yo", somos "nosotros", juntos, los dos. La realidad es que en una relación lo más esperado es eso, es un "nosotros" ante todo, pero ¿y si no es así? Hoy ya no siento eso. Me levanté y te miré, los dos sabíamos que algo andaba mal, pero hicimos de cuenta que no, que todo estaba bien, como de costumbre, y para variar un poco las cosas nos preguntamos "¿cómo estás?" Ninguno de los dos está bien y sin embargo así nos mostramos, nos queremos decir mil cosas a la vez y no sabemos por dónde empezar entonces preferimos dejarlo en preguntas fáciles y caretas baratas. Sabemos que pronto nos vamos a dejar de hablar y hacer de cuenta que nada pasó, pero pasó. Pasó el tiempo, pasaron los sentimientos... pasamos. Me siento culpable de algunas acciones tuyas o mías, o que hasta podrían ser nuestras y, ¿por qué sentirlo? Si al fin de cuentas ninguno de los dos sabe quién fue el que lo hizo. Te tengo al lado mío y a la vez te siento a kilómetros de distancia, te extraño, extraño no conocerte y descubrirte, extraño tenerte. Ya no somos los mismos.
  En mi cabeza solo se repite una y mil veces lo mismo: ¿Cómo fue que terminamos así? Tan confundidos y tan distantes.


    "-Necesito que hablemos, nos noto mal, nos siento distantes. Siento que ya nada es como antes, no estamos bien y eso me atemoriza."

     Ojalá hubiera dicho esas palabras, pero sólo seguí mirándote y pensando. Es que es eso, en vez de tirarnos a decirnos todo con el primer impulso e inquietud, no, decidimos no hacerlo. La verdad es que cuando crecés no lo haces, simplemente seguís pensando y pensando en vez de afrontarlo directamente. Uno cuando crece se vuelve más represor consigo mismo y es lo que deberíamos dejar de hacer porque esa represión es lo que nos hace confundirnos y cuando no lo esperabas... ahí estás, bollando en tu propio mar y sin rescate.
   Ya no sabés que es lo que te pasa pero querés decirlo entonces rearmas un relato, un discurso que aclare el panorama, que calme las olas. Encontrás las palabras justas, el tono y la forma de decirlas. Te lo imaginas a él escuchándote y vos hablándole. Listo! La obra está lista, sus personajes armados, el libreto, la situación, todo, está todo.

      Llega el momento, lo ves acercándose, mirándote, le esquivás la mirada. No sabés cómo ni por dónde empezar. Ya no aguantás más, estás a punto de estallar, la ansiedad te carcome la cabeza, el corazón se te acelera, las palabras quieren salir, querés gritarle mil cosas, explicarle lo que sentís. No lo mirás, buscas cualquier cosa para hacer, que te de seguridad, agarras cualquier objeto como si fuese el escudo perfecto ante su ataque, ante su mirada, su silencio y su presencia. Y están ahí los dos... Por fin lo miras, desorientada, tu mirada habla por sí sola, es el momento.

      -Ne...
      -¿Te pasa algo? ¿Estás bien?
      -No, no nada. Si, estoy bien.

      Silencio otra vez. Y ahí quedaste, atemorizada, aterrada, reprimida y pensando otra vez. Las palabras se te esfumaron. Otra vez volimos a lo mismo y nosotros sin decirnos nada... Otra vez